Se llama Carmen pero nunca la llamamos así. Para nosotros es mamá o mamaita.
Mamaíta hace más de veinte años que pasa de los setenta, pero sigue teniendo setenta. Y no intentes preguntarla por su edad , indagar, adivinar, porque no va a soltar prenda, que la coquetería no tiene caducidad, como su cutis suave, como sus ojos curiosos, como su moño perfecto, sin un pelo desubicado apuntando a nadie, que es de mala educación señalar, bien de veces me lo ha dicho. Se nace así. Eso no se inventa ni se aprende ni te lo regalan con el periódico.
Se regenera, como sus neuronas, que ahí siguen, como recien estrenadas. Con su cerebro intacto, con su memoria repleta, con el ingenio agazapado tras una lengua lenta pero que nunca se mueve en vano. Vive encerrada en un cuerpo que no da más de sí. Declarado en ruina. Prisionera de dolores y esclava del tiempo. Y se da cuenta.
Con el paso de los años uno piensa que durará para siempre, como cuando te enamoras, como cuando firmas el contrato de trabajo, como cuando te casas. Y no. Para siempre no existe. Hoy lo se.
Y me pasa ahora, que la echo de menos, que la tengo aquí. Al lado. Aunque nos separe un océano.
Se le encendió el testigo de la batería. Se me apaga y no estoy. Ni puedo ofrecerle una mano, que le sobran, que me consta, si se despierta en mitad de la noche con una pesadilla, para decirle "tranquila mamaíta, ya pasó", como ella hacía con todos nosotros. Ni son mis pupilas las que inquieren curiosas y preocupadas, escrutando sus ojos recien abiertos, para adivinar si está ahí, si es ella, si me reconoce, si me recuerda. Jugando a "los ciegos" de un televisor en blanco y negro, de una "campera" con la bujía quemada, de una estación sin horarios, que me cuenten a qué hora vuelve mi abuela a su cuerpo, para estar ahí. Para recibirla. Para poder abrazarla. Ni mi voz puede acariciar el aire, acomodarla, reconfortarla, espantar sus fantasmas. Y me siento cero desde la costa equivocada del mismo mar. Más lejano que nunca. Más pequeño. Más sólo.
Descubro que hemos hablado menos de lo que quisiera y me siento estúpido por no haber aprovechado esta vía, cuando los trenes aún circulaban. Por no haberme sumergido en el mar de su vida, en lugar de chapotear en la orilla. Y ahora comprendo, porque me pesa ahora, cada abrazo en cada hasta luego. Firmes, con una fuerza que no le adjudicarías. Llévándome al soltarme, cada vez, un poco de ella. Hoy que no puedo devolverle uno de esos abrazos, no tengo más que dedos llorosos que limpien mi mala conciencia.
Me queda, en los genes, esa cabezonería suya, tan al sur de Zaragoza. La que le hizo vivir sola, en "su" casa más allá de lo que la lógica abarcase, la que le hace sentarse aunque sea apuntalada. Me sorprendo con las cosas que tenemos en común, con las sobremesas juntos, disfrutando de "los Simpsons" tan irreverentes ellos. Con las charlas sobre fútbol. Con su ironía fina, tejida durante años, esa retranca con que te decía, seria completamente: "a la boda de tu hermano llevaré el mismo traje que a la de tu hermana".
Y me asaltan los recuerdos de la niñez que me transpira. Enterrando la nariz en los cuadernillos de "rubio". Tratando de mejorar inutilmente este caligrafía mía. Empapado en cuentas, en agosto, con un ventanal a la playa que traía con cada inspiración, tras cada resoplido, los ecos de los niños que no tenían una abuela maestra que le desgastaba la goma de borrar mientras espetaba: "Otra vez". Hasta que estuviese perfecto.
Desde entonces hasta ahora que poco he aprendido.
Te cuento esto desde el andén de esta despedida, esperando un tren que ya se escucha. Con el deseo de que llegue sin ruidos ni molestias.
Y porque la quiero.