Había durado tan poco...
Sin embargo fue muy intenso. Dos días enteros. Y la niña, que quería haberlos cambiado por un pasaje al país del viento. Sin embargo se terminó. Aquella mañana amaneció tristemente gris, ni el intento de buscar un "mañanero" que rubricase aquel encuentro furtivo, ni la ducha, ni las palabras que llovían a gotitas, como si el peso de estar a un paso del adios no les permitiese ser ellos mismos, ni las miradas ni...nada. Nada de lo que hacían les apartaba de la cabeza que estaban a horas de volver a despedirse.
No desayunaron. Salieron apresuradamente del hotel. El tenía un par de gestiones que realizar antes de escapar de aquella ciudad maravillosa. Antes de aparcarla en la cuneta, abandonarla, devolverla a su vida, el mundo al que pertenecía. Ella se resistía sin embargo a resignarse y le esperaba paciente en el coche, fumando, o trajinando con un móvil que jamás descansaba, o ambas cosas a la vez.
Acabadas las gestiones se tomaron un merecido descanso. Eligieron una cafetería donde tomar un café, aunque no entrase. Ella fiel a su Ramadán permanente se limitó a mirar. A fijar sus ojos marrón intenso en él. Esos mismos ojos que él ocultaba jugando con su larga melena negra. Hablaron poco, en ocasiones las miradas y los gestos resultan mucho más comunicativos que las frases. Era la hora de zarpar y ella no tenía billete y la fatídica hora D se avalanzaba sobre ellos, amenazando, esgrimiendo un minutero infatigable. Distrajeron al reloj con bromas, caricias de última hora, de las que valen tres, de más allá de los 6,25. Llenaron los silencios con besos por mantener la lengua ocupada, por no realizar ni comentarios ni ruegos.
En mitad de esa peli de cine mudo él tropezó con una pregunta en aquellos expresivos ojos oscuros, esos que ahora brillaban emocionados..y tuvo que responder que si. y aunque se había colocado el caparazón, para ser el machito, al que nada importaba, ella supo hurgar hasta llegarle con una rama del árbol del sentimiento. Y vaya si le llegó. Tuvo que sincerarse y llorar y decir la verdad, que no daba igual, que "lo nuestro" es real, que pensaba regresar con la vista nublada hasta casa..o hasta el bar más próximo y que no quería testigos de su derrumbe general, que hubiese preferido quedar mal, como un canalla, decir es la hora y salir sin mirar atrás y preservar su hombría y ya encontraría un Jack Daniels cualquiera con quien compartir su frustración. Que le parecía más sensato tomarse su tiempo para una despedida en condiciones, sin nada en el tintero y una huida con llegada a tiempo para la hora de comer.
Pero accedió. Porque en el fondo lo deseaba tanto como ella. Y compartieron cien kilómetros eternos. Y tuvo que quitarse el disfraz de tortuga y mostrarse tal cual. Le contó un cuento que hablaba de despedidas. La historia de un tipo que tenía un perro con una enfermedad degenerativa terminal para la que no había cura posible, la historia en que el veterinario le contaba al tipo que había dos opciones, una inyección de compasión y un envío certificado p'al otro barrio o un tratamiento a base de pastillas y pinchazos que retrasaría la evolución de la enfermedad, que aliviaría, en la medida de lo posible, su padecimiento. Que sería un a d i o s dilatado. Y el tipo, nadaba en dudas. Y el veterinario le explicaba que era mejor guardar el recuerdo que tenía hasta ahora: su perro jugando con los nenes, corriendo por el parque, persiguiendo truchas en el remanso del río, que todos esos recuerdos fraguados a lo largo de años no podían, no debían cambiarse por dos o tres meses más de una vida que ya no sería tal. Y mientras lo narraba comprendió que si, que un segundo más era un segundo más, que prefería cuidar y mimar a su perro hasta el final aunque le doliese, aunque doliese a ambos, que prefería acostarle a su lado cuando no tuviese ya músculo que mover, cuando el final encendiese sus luces de neón para hacer palpable su llegada, que prefería abarzarle hasta que notase que dejaba de respirar.. "como yo ahora - dijo- que te abrazaría a mi lado hasta que estuvieses fría y para cuando viniesen a buscarte, tendrían que arrancarte de mis brazos, porque un segundo cuenta, cuenta mucho... y porque te quiero."
Y la ciudad nueva se abrió ante ellos como un gigante de fauces afiladas y se dejaron engullir temerosos. Y se despidieron regando de lágrimas el piso de la estación. Y ella permaneció inmóvil mientras él se alejaba. Y él arrancó el coche y se perdió calle abajo, girando a la derecha y deteniéndose, lejos ya de sus ojos. Y se dejó dinamitar por dentro. Y para cuando leyó en la pantalla de su teléfono "no me dejes ir" ya sabía que no iba a ser posible. Que ambos tenían brazos a los que volver, vidas a las que regresar. Que había sido una despedida.