Nunca me gustaron los gatos. Desde niño. Cuando veía uno, siempre pensaba que iba a sacar dos garras repletas de afiladas uñas con el único fin de quedarse con mis ojos. Daba igual si el gato era callejero, casero, conocido o fuese la primera vez que le veía. Todos, todos, querían sacarme los ojos.
Así que, aquel 96, cuando un compañero de trabajo me preguntó si quería un gatito, mi respuesta fue tan excueta como rotunda. "NO". - Pues nada - respondió él - al río.
Debí poner una cara muy expresiva pues no hizo falta preguntar para que mi colega siguiese hablando. - Es una siamesa, siamesa pura eeeh!! sin cruces. Ya regalé el resto pero ésta es la más pequeña y además, hembra. Yo no quiero más gatos.
De esta forma "Demi" entró en mi vida.
Vivíamos los dos solos en una casa de pueblo, con jardín. Las primeras noches fueron un poco "raras". Yo dormía en la planta superior a la que se accedía por una escalera de caracol. Esta gata terca ni podía, ni quería subir por sus propias patas, así que maullaba hasta que bajaba a rescatarla y se acurrucaba a los pies de mi cama. De su confortable y novísimo cojín de dormir en el salón jamás hizo uso.
Al principio tenía la sensación de que mi gata, creía ser un perro. En cuánto creció un poquito jugaba con ella lanzándole paquetes de pañuelos de papel desde la cama al piso de abajo a través de la escalera. Ella corría escaleras abajo y volvía con mi envío entre sus dientes, así pasábamos horas. Nos encantaba jugar. Como era un pueblo y yo, la verdad, sentía pena de tenerla toooooodo el santo día encerrada en casa la permitía salir cuando quisiese, osea, siempre. Corría, jugaba con las plantas, se subía a los árboles, no paraba. Cuando volvía del trabajo bastaba con salir al jardín y silbar, para que apareciese al rato maullando con desagrado, como un niño pequeño, diciendome "déjame jugar un ratito máass... joo".
Luego nos mudamos, tres veces. Me gustaba seguirla mientras inspeccionaba cada piso nuevo. Con reparo. Con calma, como analizando cada rincón. A veces volvíamos al pueblo, los fines de semana y la llevaba conmigo para que pasease, saltase y corriese. Luego silbaba y esperaba su vuelta. Hasta aquella vez en que decidió que ya no quería volver. Después de llamarla durante un tiempo apareció, subida a la tapia. Se detúvo. Me miró. La miré. Aguantamos la mirada unos segundos. Después se dió la vuelta y saltó al lado de la calle. Por más que la llamé no regresó. Ni al día siguiente, ni al posterior. Todos los días de esa semana, al acabar el trabajo, me hacía mis 100 kms de ida y vuelta. Y todos volvía sólo. Con el miedo en el cuerpo por si le hubiese pasado "algo". El sábado me telefoneó mi padre para decirme que estaba en el pueblo y que la gata había aparecido a la puerta. Colgar y presentarme allá fue todo uno. Estaba hecha un asco. Delgada, sucia, con uñas rotas, con heridas en las patas, un desastre. Al verme se acercó maullando con la misma voz que me quedó a mi tras éste domingo pasado.
Agua, lo primero, que estaba sedienta. Un baño, comida, revisión de daños. Después de aquello volvimos alguna vez más al pueblo y se comportó. Sólo una vez pasados un par de meses se volvió a escapar. Terca que era. Me llamó un amigo para decirme que la había atropellado un coche y estaba en mitad de la carretera. Otra vez las carreras y las prisas. Me presento donde me dijo y sí. Era un gato. Un siamés. Pero gatO. Aprovechando que estaba en el pueblo la llamé en balde. Cuando no quería, no quería, para eso era gata ... y hembra.
Me quería. Lo se. No tengo ninguna duda. Yo en que para acertar la tecla correcta toco todo el teclado, decidí que para que no estuviese solita en casa, esperando, había llegado el momento de que tuviese una compañera de juegos. Un día duró el invento. Tuvieron que dormir en habitaciones separadas. A la nueva gatita de un mes y poco de edad la hizo la vida insoportable todo el tiempo que pudo. No soportaba que se me acercase.
Luego llegó Samuel. Tuve miedo de que tomase su nacimiento como una invasión, pero me duró nada. "Demi" se empeñaba en dormir en su habitación, junto a la cuna. Se dejaba aplastar por mi nene cuando éste comenzaba a gatear. Corría despavorida mientras Samuel daba sus primeros pasos persiguiendo su rabo. Y siempre. Siempre, desde entonces, dormía en su habitación. El dice que para protegerle, por si vienen los malos.
Hace menos de un mes le descubrimos un bultito. La veterinaria, le encontró varios más, internos y el pulmón estaba afectado. No había solución. Para mi, "Demi" murió ese día. Uno no muere cuando cierra los ojos por última vez sino cuando no tiene nada por lo que vivir, cuando no tiene ninguna esperanza. Si se acaba la esperanza, el tiempo que queda, nunca puede llamarse vida.
Y todo ha ido muy deprisa. Se fue apalacando. Se olvidó de saltar sobre el sofá y afilarse las uñas en él. De recibirme en la entrada a voces cuando yo aún salía del ascensor. Se olvidaba de comer, de correr por el pasillo como loca escapando de dios sabe qué. Dejó de dormir junto a Samuel, para hacerlo en el suelo de la cocina o el salón. A mi gata, a mi gatita guapa, le han pasado estos días por encima, como años, se ha hecho muy vieja en un mes. Ayer noche comenzó con jadeos al respirar, lo se porque vino a mi cama y se tumbó a mis pies.
Creo que fue una despedida.
Esta mañana le robé la última de sus siete vidas con una jeringuilla repleta de pasaporte al cielo de los gatos. Y necesitaba sentirme un poco menos mezquino contándote que existió y que la echo mucho, mucho, mucho de menos
