Hace unos meses escribí un pequeño relato para un concurso local en Valladolid. Había que ceñirse únicamente a las dimensiones. Un máximo de 300 palabras y evitar temas "fuera de tono".
Para un vallisoletano, creo, el relato en sí, tal cual, sin fotografías que lo acompañen, resultaba a mis ojos comprensible. Por si acaso, hice un par de pruebas previas permitiendo que ojos ajenos paseasen sobre él y me dijesen a quien se refiere. Todos acertaron.
Así que no añadí ni quité palabra. Hasta que un día leo la noticia de que ya había ganador del concurso. Se me pasó el plazo, no se en qué carajo ando pensando. Y me da rabia dejar esas letras en un archivo. Para siempre.
Por lo tanto aquí están.
El saludo que nunca di
La primera vez que tropecé con él, yo tendría unos veinte años. Tuve que fijarme un buen rato, para convencerme de que efectivamente era él. Estaba sentado en una mesa en un rincón de una cafetería del centro, junto a otro hombre. Charlaban. A ratitos pegaba unas largas bocanadas a un cigarro, como arrancándole la vida, expulsando casi de inmediato una generosa nube de humo. Me senté junto a la barra, observándole, dando sorbos a un café frío cuando el azar traía sus ojos claros y curiosos a los míos, para disimular mi espionaje.
La segunda vez fue un accidente. Era un viernes por la tarde, llovía, las calles se poblaron de coches haciendo del tráfico una procesión tumultuosa y sonora. Incluso parte del santoral desfiló sin orden ni concierto, bajando de su cielo impoluto a mi sucia boca, sin despeinarse ni perder sus aureolas. Acababa de realizar una entrega en la calle Muro y bajaba las escaleras del portal con el piloto automático conectado, mientras en mi cabeza trataba de trazar una ruta que me condujese a la calle Nebrija. A mitad de ruta mental estaba, cuando al pisar la calle, di de bruces con él. Fue un placaje en toda regla del que sólo salió herido mi amor propio. Durante unos segundos fui incapaz de reaccionar. Iba a preguntarle si estaba bien, cuando de entre la lluvia emergió su voz. “Perdone, iba distraído” y sin tiempo para entonar un mea culpa le vi alejarse calle abajo, con paso firme y gabardina.
De la tercera vez no hace tanto tiempo. Era el principio del verano y llevé a Samuel al “Campo Grande”. Fue una promesa a mí mismo en esa guerra perdida de las diversiones de mi niñez contra la playstation.. Volvíamos a casa cuando le vi de nuevo, sentado en un banco. Sólo. La gente pasaba a su lado. Algunos saludaban sin detenerse. El respondía con un breve movimiento de cabeza. Pero nadie se acercó. Parecía envuelto en una burbuja invisible. Su cuerpo había envejecido. No encontré en sus ojos aquel brillo deslumbrante de la primera vez. Al contrario. Dibujaban una mirada triste. Deseé saludarle. Hablarle. Pero su imagen, aun bajo esa apariencia, se me antojaba poderosa. Tanto, que yo tampoco fui capaz de perturbar su descanso.
La última vez que le vi, meses después, continuaba sentado en el mismo banco de la vez anterior. No era exactamente él, sino una réplica en bronce y a tamaño real.
Esta vez sí. Tomé aire. Me senté en el banco, a prudente distancia. “Hola” –comencé - y ahí permanecimos ambos hasta que la luna me invitó a regresar a casa.