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17 de Junio, 2010    Cuentos

Virginia y la Felicidad

   Cuando Virginia nació, Domingo, su padre, hizo un gesto de desagrado. Otra niña. No tuvo más descendencia.

  Sin embargo, con el paso del tiempo, cada día estaba más contento con sus muchachitas, hasta el punto de que veinte años después de aquel 14 de mayo si le preguntases si echaba de menos un niño en su prole, te habría respondido con un NO rotundo. "Las niñas, mis niñas, son lo más cariñoso del mundo, ¿cuántos hombres en el mundo quisieran llegar a su casa y tener tres mujeres que le esperasen?"

 

  Los primeros meses, tras el nacimiento, fueron un horror. Virginia lloraba cuando tenía hambre, cuando tenía sueño, cuando no quería dormir, cuando estaba sucia, cuando se sentía sola... Lloraba a todas horas, haciendo gala de unos pulmones que para sí quisiera un cantante de ópera. Sus padres probaban todo lo que se les ocurría para calmarla. Ahora la cogían en brazos, ahora probaban con el chupete, la acostaban con ellos, la paseaban en cochecito por el pasillo, por la calle, aunque fuesen las tres de la madrugada. Nada conseguía hacer que aquella niña llorona callase. Hasta que un día, mientras Domingo le cambiaba el pañal con la banda sonora de aquellos berridos insoportables, comprobó que al acariciarla la pierna, con ambas manos, la niña se relajaba. Poco a poco depuró su técnica, había que comenzar con ambas manos a la vez a la altura del muslo y continuar hasta topar con aquel pie diminuto entre ellas. Y repetir la operación desde el principio las veces que fuesen necesarias hasta que la paz de antes de su llegada a mundo retornase a la casa.

 

  Virginia creció. Se hizo una muchachita. Tenía un cabello negro y rizado que caía en cascada por encima de sus hombros. Unos ojos vivos, oscuros y curiosos. Medía 1,65. nada que no se solucionase con unos zapatos de tacón. Vestía una sonrisa permanente y perfecta.

 

  Acabó turismo y se colocó en una agencia de viajes de la ciudad. Para entonces el tonteo con Pedro, había adquirido tintes más serios. A Domingo se le envenenaba la sangre. No te conviene, le decía. Y no es que mi chica, me contó en un aparte, valga más que cualquier mozo de este pueblo, es que ese chico...no me fío. No me gusta, no me entró bien, no es para ella.

 

  Aquella guerra entre padre e hija, que estaba perdida para Domingo desde el momento en que desenterró el hacha, acabó con el distanciamiento de ambos. Muy a su pesar, Virginia, quien sentía verdadera adoración por su padre, tuvo que alejarse de él. Se decidió a alquilar un piso en la ciudad y evitar así desplazarse todos los días desde el hogar paterno y tropezar con su mirada desafiante a cada  vuelta. A su vez, Pedro, la acompañó.

 

  Hicieron falta seis años. Seis. Para que la situación se revirtiese. Domingo, quien seguía mirando receloso a aquel joven de ojos claros y modales abruptos, no comprendía qué podía haber visto su hija en él. Sin embargo todo ese tiempo y el anuncio de una boda inminente, acabaron por hacer que, a regañadientes, aceptase la relación y pusiese buena cara e incluso conversación, a la sobremesa de los domingos familiares.

 

  Tras la boda, la pareja se decidió a buscar descendencia. El tiempo pasaba y la juventud no iba a durar siempre. Ambos trabajaban y las ganas de salir con la pandilla, cada vez dejaban más oportunidades a las cenas para dos y los dvd con palomitas. Dos años después de la boda, preocupados, decidieron visitar  a un especialista. Ni probar calendarios de fertilidad, ni las fases lunares, ni que Virginia permaneciese tumbada con las piernas en alto al final del asalto, habían dado ningún resultado. Algo iba mal. En la clínica se les practicaron varias pruebas de fertilidad a ambos, que arrojaron el resultado de una insuficiencia de esperma en el semen de Pedro. La solución propuesta por los expertos era una inseminación artificial que se llevaría a cabo en un mes.

 

  ¡¡Estoy embarazada!! Gritó Virginia, mientras la boca se le llenaba con la palabra y corría a recibir a Pedro nada más entrar en casa. Ambos se fundieron en un abrazo, largo y lleno de respuestas, se mojaron las mejillas al besarse mientras se adivinaban el uno al otro tras la cortina acuosa de sus pupilas.

 

  Aquel embarazo finalizó en un aborto en la tercera semana de gestación. La clínica recomendó tres meses de espera para el siguiente intento. Continuaban ilusionados, y aunque había sido un revés tremendo, el apoyo del uno al otro consiguió unirles aun más y participar a partes iguales de la fe en que a la segunda todo saldría bien.

 

  Con el segundo aborto todas sus ilusiones quedaron desparramadas. Esta vez no habían anunciado que estaban embarazados. Ni siquiera a sus padres. Fue una especie de pacto tácito, jamás hablado. La clínica certificó, que al igual que en la primera ocasión, el útero se había desprendido. Podrían probar de nuevo y tener reposo absoluto durante el embarazo, les animaron a ello, pero la pareja ya tenía más que asumido que no habría más intentos. Dos eran suficientes. Se habían resignado a tenerse el uno al otro. A quererse. A pasar la vida juntos. Dicen que un matrimonio sin hijos es un árbol sin frutos. Para aquel árbol el dicho no tenía cabida. Con cada día el amor entre ambos se acrecentaba, con cada hora separados, las ganas de reencontrase crecían. Se necesitaban el uno al otro y esa complicidad  mutua era un fruto del que no todos los árboles gozaban. Pedro, compró un perro, un cachorro de labrador. No era un sustituto, claro está, de sus niños ausentes, pero sí fue un miembro más de aquella casa, que acompañaba a Virginia a su vuelta a casa, hasta la llegada de su esposo.

 

  Así, la vida, caprichosa, hizo que pasasen siete años más. Hasta aquella mañana de noviembre. El frío se había adueñado de la ciudad. Virginia llevaba días con la duda en la cabeza. No había mencionado nada. A nadie. Al regresar a casa , del trabajo, devolvió el saludo a “lundi”. Se encerró en el baño, aunque no había nadie más en la casa. Se sentó. Sacó del bolso un  test de embarazo, que había comprado esa misma mañana. Murmuró una oración y dejó la prueba sobre el lavabo sin atreverse a comprobar qué resultado había obtenido. Después se sentó en el salón, sin encender la tele. Cuando Pedro regresó le abrazó con fuerza. Ese tipo de abrazos sin palabras, con los que las preguntas se te agolpan en la cabeza. Pedro no se atrevió a abrir la boca. Virginia no rompió el silencio. Se limitó a acompañarle hasta el baño y abrir la puerta. Desde el umbral le invitó a comprobar si se dibujaba una banda rosa en la línea de la esperanza. Pedro no respondió. No hizo falta. Girarse y mostrar sus ojos húmedos mientras se acercaba a ella, fue más que suficiente.

 

  Fue un embarazo complicado. Virginia pidió un tiempo en la empresa. Se limitó a tumbarse en el sofá y hacer la vida más sedentaria posible. Los meses fueron marchando y con cada uno la esperanza sumaba otra equis en el calendario de la felicidad. A los siete meses de gestación, la noche les vio partir a ambos camino del hospital. Había dolores. El coche avanzaba a toda velocidad y el miedo se había adueñado del habitáculo, robándoles el aire que respirar. Ya en urgencias y tras las pruebas pertinentes, el equipo médico se decidió por practicar una cesárea.

 

  La felicidad, por fin, tenía nombre propio. Andrea nació sana. La incubadora hizo de vientre sustituto. El férreo horario del hospital restringía a dos las visitas diarias y de media hora cada vez. Mañana y tarde. A los seis días, los turnos se habían organizado de tal forma, que toda la familia directa, había podido entrar en la sala de prematuros y recibir a Andrea.

 

  Aquel domingo por la mañana, Virginia y Pedro acudieron al hospital. Ya se habían acostumbrado a ver a Andrea rodeada de cables, sensores y escandaloso esparadrapo blanco. Te quiero, dijo Pedro, que aún no podía contener las lágrimas cuando se situaba al lado de aquella urna de cristal. Virginia no habló. Se limitaba a colocar una mano abierta sobre la espalda del bebé. Abarcándolo casi desde las piernas hasta el cuello. Sin caricias, cómo le habían indicado. Mientras la otra apretaba con más fuerza la mano de Pedro, en signo de asentimiento.

 

  Habían quedado para comer con los padres de Virginia, en el pueblo. Luego pensaban regresar para la visita de tarde. Nunca se supo si fue el sol buscando un ángulo maléfico. O un despiste de la conductora que venía de frente.

 

  Hoy Andrea vive con sus abuelos maternos. Y cuando llora, sólo Domingo es capaz de calmarla, recorriendo con las dos manos su piernecita, desde el muslo hasta que sólo el pie, asoma prisionero entre ambas.

 

  Y es feliz.

 

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publicado por sospechoso a las 12:44 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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